8/5/12

VIVIR DESDE UNA CAMILLA


Artículo publicado por Conchín Fernández, periodista, actualmente vive en Kinshasa, la capital de la República Democrática del Congo, donde trabaja como Responsable de Proyectos de la Agencia de Cooperación Internacional (AECID), del Ministerio de Asuntos Exteriores.



Llevo un año y medio viviendo en Kinshasa, pero hasta el pasado miércoles, nunca me había atrevido a visitar el Centro de Minusválidos; había escuchado tantas historias truculentas de lo que ocurría detrás de ese muro, que me daba pánico entrar. Una vez me contaron que por la noche se oían gritos infernales que provenían del interior. Me aseguraban que, como no había anestesia, se cortaban piernas y brazos en la sala de operaciones. Un amigo me juró que había visto cómo a un accidentado le amputaron la pierna de un hachazo.
Siempre había escuchado esas y otras historias con pavor. Sin embargo, la semana pasada decidí que tenía que verlo con mis propios ojos. Me parecían increíbles en pleno Siglo XXI, aunque, como me repetían constantemente mis amigos "esto es Congo, y aquí todo puede ocurrir".
La puerta del centro es poco atractiva. Hay una hilera de sillas de ruedas y muletas que cuelgan del muro. Varios minusválidos entran y salen con una especie de triciclos adaptados. Muchos enfermos de polio, con las piernas cortas, caminan con mucha dificultad, arrastrándose por el suelo.
Me había mentalizado para empezar a escuchar alaridos de dolor, pero me encontré un ambiente muy tranquilo, con decenas de minusválidos paseando tranquilamente. Me dirigí al despacho de dirección para pedir permiso para andar por el recinto, y en lugar de encontrarme a un carnicero me encontré con una religiosa española: la hermana Rosario, de la Compañía de las Hermanas Misioneras del Sagrado Corazón. Le conté mis temores y se echó a reír. "Qué gritos. Aquí siempre se opera con anestesia", me tranquilizó. "Qué hachazos. Aquí están los mejores traumatólogos de Congo y se utilizan las técnicas normales!, siguió.



Me acompañó a dar una vuelta por el centro. Efectivamente los quirófanos estaban impecables. También las salas de hospitalización. Varios congoleños hacían ejercicios de recuperación con mucho esfuerzo. Arriba y abajo. Arriba y abajo. De pronto, me llamó la atención un hombre que se movía sobre una camilla, tumbado boca abajo, y moviendo las ruedas delanteras con las manos. Subía y bajaba las cuestas del recinto con asombrosa facilidad. Una manta fina le tapaba el cuerpo hasta media espalda. Sobre la camilla, unas gafas, y multitud de llaves. "¿Quién es ese hombre?", le pregunté a Rosario. "Ah, ése", me dijo como si esa visión fuese lo más normal del mundo. "Es Diambi, el jefe de personal".
Zacharie Diembe, 68 años, desde los 14 en silla de ruedas, y postrado en una camilla desde los 24. Casado y padre de ocho hijos. Se cayó de un cocotero cuando estudiaba en el internado de los jesuitas en Kisantu, en el sur del Congo. Desde entonces, su vida ha sido un camino de espinas que ha sabido llevar con asombrosa alegría. Se ha ganado el respeto y el cariño de todos los ciudadanos de Kinshasa. Es us un icono, sobre todo entre los minusválidos que encuentran en él un ejemplo para seguir viviendo, pero también para todos los demás. Cuando entra con su camilla al Ministerio de Sanidad para pedir financiación para el centro, las puertas se le abren. Cuando enfermó de cataratas, el ministro en persona llamó al mejor oftalmólogo de Congo para que le operara. Es una persona que hace que el mundo sea más humano, y que la vida, aunque dura y cruel, se transforme en algo bello. Una persona necesaria e imprescindible. "Aquí en Congo", me cuenta, "hay muchísimos accidentes: de coche, de moto, de bici, accidentes de tráfico. Cada día vienen al centro muchos jóvenes que ya no volverán a andar. Cuando se dan cuenta de su nueva situación, empiezan a llorar. Y ahí entro yo. Les escucho y los preparo para afrontar la vida de la mejor manera posible".
A él le ocurrió lo mismo. Le costó un año comprender que su espina dorsal se había roto para siempre, que nunca volvería a jugar con sus amigos, y que no había curación para él. Pero no se desanimó. Hace 45 años, se enteró de que una mujer belga, Yolande De Cracye, iba a abrir un centro para minusválidos en el centro de Kinshasa. Y ahí se presentó. "¿Qué sabe hacer usted?", le preguntaron. "Sé escuchar", respondió. Y lo contrataron como Jefe de Personal. Hasta hoy.
El hospital se amplió. El gobierno cedió el terreno y varias ONGs empezaron a levantar pabellones, hasta convertirse en el centro de referencia de traumatología de la República Democrática del Congo. "Antiguamente, si una persona tenía un accidente era abandonada o apartada de la familia. Ahora ese concepto ha cambiado. Las familias empiezan a entender que estas personas también pueden desenvolverse con una pequeña ayuda y que sus vidas son útiles", explica Diembe, al mismo tiempo que entra y sale por los distintos pabellones, cerrando las puertas a su paso. Es la biblioteca de este centro: recuerda datos, nombres, rostros de personas e infinidad de historias, pero sólo una con final triste, la de un joven que se acababa de licenciar en Medicina, después de muchísimo esfuerzo. Tras conseguir el título se fue a jugar un partido de fútbol con sus amigos, con tan mala suerte que, en una caída brusca, se partió la columna vertebral y quedó paralítico. "Intenté ayudarle", recuerda con el rostro acongojado. "Pero se suicido". Ha sido el único caso. "Pero lo siento como un gran fracaso". Ocurrió hace muchos años, pero a Diembe, cuando se acuerda, le asoman todavía las lágrimas en sus ojos. Qué gran hombre.


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